Perspectiva 1: Ángela

Nos despedimos con un beso. Salgo de la habitación del hotel de cuatro estrellas sin que mis pies pisen el suelo. Estoy flotando. Al fin lo habíamos hecho, algo que yo llevaba ansiando desde hacía tiempo. Ahora ya sí que lo puedo decir sin miedo a equivocarme: somos pareja. Somos un solo ser.

      Nuestros caminos se entrecruzaron de una manera peculiar a través de las redes sociales. A partir de aquel encuentro casual chateamos cada vez con más frecuencia en distintos momentos del día, no siempre a la misma hora. Una noche me escribió a la hora de cenar, justo cuando mi madre me avisaba para que nos preparáramos y mi padre se sentaba a la mesa a la espera de que le sirvieran el plato. Yo le respondí algo así como que me perdonara porque iba a cenar con mi familia y que le avisaría cuando termináramos, a lo que él me respondió: «Ok. Que aproveche. Te espero». Detecté cariño en sus palabras. Cené lo más deprisa que pude, pero con disimulo para que mi familia no sospechara nada, y, en cuanto terminé, me fui a mi cuarto, conecté el chat en mi móvil y escribí: «Hola. Ya estoy». Me respondió enseguida. De verdad me había estado esperando. Si hasta aquel día habíamos hablado esporádicamente de cosas veniales, aquella noche sucedió algo especial. Chateamos acerca de nuestras vidas, nuestras inquietudes, aficiones y a qué nos dedicábamos hasta pasada la medianoche.

      Lo de aquella noche se repitió en las sucesivas durante varios meses. Nos fuimos conociendo cada vez más. Me comentaba cosas de su trabajo, sobre su familia o sus planes a corto plazo de una manera general, sin profundizar mucho. Noté que es muy aficionado a los monosílabos y a responder con una sola palabra, por lo que deduje que hablar no le debe gustar mucho. Yo, por mi parte, también le conté cosas de mis estudios, planes con amigos y, más adelante, problemillas con mi familia. Puesto que tiene más años que yo, me atreví un día a pedirle consejo sobre un asunto personal y me agradeció la confianza, prestándose de manera muy amable a ayudarme en lo que pudiera. Sabía escuchar, como me había dicho en una ocasión. Aun sin conocernos físicamente, sino de forma virtual, poco a poco me fui enamorando de su personalidad. Me ilusionaba el día en que nos conociéramos de verdad. Habría visto seguro mi fotografía del perfil de mis redes sociales, al igual que yo; me preguntaba qué opinaría de mí, si bien nunca se lo dije por discreción y temor a que estuviera montándome castillos en el aire. Mi poca experiencia amorosa me había enseñado que no hay que precipitarse ni dejarse llevar por las ilusiones. Ya saldría de dudas el día que nos viéramos cara a cara. Por mi parte, desde luego, me había hecho una idea fantástica de su persona: rostro atractivo, pelo negro, ojos marrones rematados con unas patitas de gallo que me parecían muy sensuales, al igual que su boca, pequeña y carnosa. Supuse que debía besar de maravilla. El día que me envió una foto suya de cuerpo entero, me dejé llevar por la excitación hasta autosatisfacerme.

      Al cabo de más de medio año de contacto virtual, al fin llegó el día de conocernos en persona. En una de nuestras largas conversaciones por la noche me dijo que había nacido en la misma ciudad que yo y que en Navidad estaría allí. Coincidiríamos en las mismas fechas. Sin pensármelo dos veces, le propuse un encuentro, tomar un café o lo que se terciara. Estuvo de acuerdo. La víspera de Reyes al fin nos encontramos en una cafetería del centro de nuestra ciudad natal después de comer. Hasta entonces me costó Dios y ayuda controlar mis nervios a la espera de aquella cita. Cuando al fin nos vimos, resultaba ser tal y como supuse: alguien diferente, atractivo, amable, simpático y buena persona. Aun siendo de estatura más baja que la mía, me derretí como una bola de helado contemplando su hermoso rostro, los hoyuelos en sus mejillas al sonreír, su cuerpo bien proporcionado. Caí hechizada al escuchar el timbre de su voz por primera vez en mi vida. El dulce aroma de su colonia, muy masculina, me embriagaba e incitaba a acercarme un poco más a él. Quiero pensar que notaría el brillo de mis ojos, pues no me cansaba de contemplar a la persona que tenía ante mí, a esa persona de la que me había ido enamorando mientras nos conocíamos por chat y que, en ese momento, completamente feliz, comprobaba que era tal y como me la había figurado. Como se suele decir, caí prendada hasta las trancas.

      Después de aquel encuentro, aún tuvimos ocasión de vernos al día siguiente. A la vista de cualquiera parecíamos dos amigos que tomaban algo en un bar o que paseaban por el centro contemplando las luces y la decoración de Navidad mientras se respiraba el ambiente ilusionante de la jornada, esa ilusión reflejada en las caras de los niños y que ambos compartíamos con ellos porque a los dos nos encanta la Navidad y, particularmente, la cabalgata de los Reyes Magos. Nos despedimos una hora antes de que la cabalgata empezara. Había que guardar las formas. Debíamos verla cada cual con su respectiva familia. Al separarnos, se me encogió el corazón al preguntarme cuándo volveríamos a vernos de nuevo, así que me giré un momento. Vi que se alejaba de espaldas a mí con paso tranquilo, y descubrí entonces los glúteos más perfectamente contorneados que había visto en mi vida. Con esa imagen grabada en mi retina y la excitación que produjo en todo mi cuerpo me marché también.

      Volvimos a la rutina del chat. Las conversaciones seguían siendo a diario durante largas horas. Al aproximarse las vacaciones de Pascua, le pregunté si podríamos volver a vernos, pero me dijo que se iba de viaje, pues necesitaba estar solo y pensar después de lo que le había pasado. No me lo contó y por discreción tampoco le pregunté, aunque me quedé con la duda. Empezaba a ver que era una persona muy reservada para sus cosas. Más adelante se sinceró por fin: se había divorciado. Por sus publicaciones en Facebook suponía que no lo estaba pasando bien. Le preguntaba cada día por su estado de ánimo, si le podía ayudar en lo que fuera como él me había ayudado con sus consejos o escuchándome cuando lo había necesitado. Se limitaba a decirme que estaba bien y me daba las gracias. Esa actitud suya me resultaba frustrante, aunque sabía que tenía que respetarla. Era su decisión.

      Con el paso de los meses el contacto fue en aumento. No nos limitábamos a chatear por la noche hasta las tantas. Cuando me encontraba fuera de casa, lejos de los indiscretos oídos de los miembros de mi familia, le mandaba un mensaje y me llamaba. Al llegar las vacaciones me dio una feliz noticia: había reservado una habitación en un hotel de cuatro estrellas en la ciudad donde resido y me invitaba a que pasáramos esos días juntos. Aunque ya conocía la ciudad —había estudiado su carrera en la misma universidad en que estudio yo ahora—, aceptó que yo hiciera de guía y fuimos a los sitios que para mí tienen un significado especial, rincones únicos y, para qué negarlo, muy románticos. Cenamos en un restaurante carísimo cerca de su hotel y al acabar me invitó a subir a su habitación. Creía que me iba a dar un ataque al corazón. ¿Al fin se iba a hacer realidad mi tan ansiada fantasía? ¿Íbamos a hacerlo? ¡Yo llevaba soñando con ese momento desde que nos conocimos personalmente las pasadas navidades!

      Así fue. Ya en la habitación, a solas, se acercó a mí y me besó en los labios. Me derretí por dentro. Notaba que la sangre fluía por mis venas y arterias como un torrente desbocado, mi corazón latía con fuerza, las emociones se me dispararon al sentir sus labios sobre los míos, su lengua abriéndose paso entre mis dientes buscando la mía. De nuevo el olor de su colonia colmó mi pituitaria. Centré parte de mi atención en ese aroma tan masculino para retenerlo en mis recuerdos de lo que iba a suceder esta noche. Sentí en mis dedos la suavidad de su cabello fino, bien peinado y cuidado. ¡Qué bien olía a limpio su cuerpo, a pesar de haber estado toda la tarde en danza por la ciudad! El tacto de su suave piel con la mía lo aceleró todo. Apuesto a que eso era lo que ambos deseábamos desde hacía tiempo, algo que queríamos hacer y lo hicimos. Fue, sencillamente, maravilloso.

      Al terminar el acto, nos quedamos tumbados uno junto al otro, mirándonos, besándonos y riéndonos sin ningún motivo especial. Yo debí adormilarme, puesto que hacia las tres de la madrugada me despertó y me dijo que era mejor que regresara a mi casa para no tener lío con mis padres. Yo le dije que eso era cosa mía, que no se preocupara, que ya me encargaría yo de capear el temporal, si lo hubiere; insistió en que no quería que tuviese problemas con mi familia por su culpa, tenía que ser buena chica y volver a casa, que al día siguiente nos volveríamos a ver. Me estaba hablando como mi padre, que aún se cree que soy una niña y no una mujer hecha y derecha y mayor de edad. Me defraudó esa actitud suya, que achaqué a su edad madura. Todas las personas de su generación adoptan un aptitud proteccionista hacia los jóvenes, especialmente si somos chicas, lo cual me exaspera. Con todo, en el fondo sabía que tenía razón. Al fin y al cabo, aunque adultos los dos, yo aún vivo con mi familia. Se estaba comportando como un padre conmigo, sí, pero como un padre bueno y cariñoso que me protegía y cuidaba. Así lo entendí y se lo agradecí.

Desde que he salido de la habitación aún estoy flotando y pensando en él. Mañana… Bueno, ¡si ya es hoy! Hoy nos volveremos a ver. Volveré a este hotel y, si por mí fuera, no saldríamos de la cama hasta el tiempo justo para ir al aeropuerto para que coja su avión. Somos pareja. Somos uno. Lo que no sabe todavía es que le he entregado mi inocencia. Él me ha convertido en una mujer de verdad.

Perspectiva 2: Andrés

Me quedo con el oído pegado a la puerta unos segundos para intentar escucharla. No se oye nada. La moqueta del pasillo será la causante del silencio de sus pasos al alejarse. ¿Y si no se ha movido del otro lado de la puerta? La abro con precaución y miro por la rendija. No parece que haya nadie al otro lado. La abro del todo y asomo la cabeza al pasillo. No hay nadie, en efecto. Ya se ha marchado.

      Regreso a la cama y apago las luces de la habitación. Entra un poco de claridad por las ventanas procedente de la farolas de la calle, pues solo había cerrado los visillos, suficiente para poder dormir. ¿Dormir? No tengo nada de sueño. Tengo los ojos como los de un búho real. Estoy tumbado bocarriba en la cama, completamente desvelado, destapado y desnudo. Hace calor incluso a estas horas de la madrugada. Las llamadas «noches tropicales» son cada vez más frecuentes, consecuencia del cambio climático, según dicen. Enciendo el aire acondicionado. Miro el techo. En la penumbra, me da la impresión de que se mueve, como si girara en la dirección de las agujas del reloj, pero si concentro mi atención en el foco que hay justo encima de mí todo vuelve a su sitio, vuelve la quietud. «Ilusiones ópticas —me digo—, tal vez fruto del cansancio acumulado». Sacudo ligeramente la cabeza, me tumbo de cara a la ventana y cierro los ojos. Me canso de estar a oscuras y los vuelvo a abrir. La pálida luz de las farolas reconforta mi ánimo, para enseguida agitarse de nuevo al ver en el móvil que son casi las cuatro de la madrugada y que no he dormido más que una hora escasa.

      Me incorporo y me siento en la cama. Me levanto, busco en el bolsillo de la americana el tabaco y el mechero y me dirijo al cuarto de baño. Me siento en el retrete y me enciendo un pitillo. Inhalar y exhalar el humo me relaja como nada en el mundo. Será malo para la salud, pero ¡qué placer es fumar! Me encanta. Mientras ennegrezco mis alveolos con nicotina y alquitrán, me paro a pensar en lo que acababa de ocurrir en esa habitación de hotel hacía solo unas horas y una sonrisa se dibuja en mis labios. Había estado bien, la verdad. Esa chica es una loba. ¡Tan joven y lo que sabe acerca del sexo! No, no había estado bien, ha sido increíble. Mi corazón se acelera al rememorar lo acontecido. Mi miembro se despierta y me toco un poco. La caída de la ceniza sobre mi muslo me recuerda que estaba fumando. Tiro la colilla al inodoro, bebo un poco de agua del grifo del lavabo y regreso a la cama. Ante mí esta ese lecho ancho y confortable con las sábanas blancas totalmente revueltas, fruto del acto que se había producido sobre ella. Los actos, mejor dicho, porque lo hicimos dos veces y las dos veces cumplí como un campeón. Las dos veces llegué al final. A mis 45 años casi que ya se puede considerar todo un logro. Algunos amigos me han confesado que han tenido gatillazos en más de una ocasión. Por suerte, yo no he vivido esa experiencia que, intuyo, debe de ser bastante comprometedora y desagradable.

      Me siento satisfecho, sí, porque he saciado mi apetito sexual; no obstante, la sensación de vacío permanece. Ese vacío que noto en mi alma desde que mi matrimonio entró en crisis aún sigue ahí, es como un pozo sin fondo o, si acaso, como un pozo muy profundo y cuyo fondo está tan agrietado que, en cuanto lo intento saciar, absorbe todo y lo deja tan seco como lo estaba antes de tratar de llenarlo. Debido a ello no soy feliz. Mi vida dio un giro de ciento ochenta grados cuando mi exmujer me planteó el divorcio. Todo mi mundo se quedó al revés, sin orden ni concierto. Y ese caos, para mi desgracia, aún permanece y no sé cómo ponerle fin. Llegué a creer que la llegada de Ángela a mi vida sería la solución, pero…

      Rememoro cómo se entrecruzaron nuestras vidas. La descubrí por casualidad por un comentario que escribió en el muro de una red social de un primo suyo con el que, casualidades de la vida, trabajé hace unos años y entablamos amistad. Estaba leyendo los comentarios que había escrito la gente a la publicación cuando me topé con el suyo. Coincidía en todo con lo que decía ella. Intrigado, hice clic en su nombre y entré en su muro. En la foto de perfil aparecía radiante, con el pelo rizado suelto y brillante por efecto del sol que debía lucir en toda su magnificencia el día en que le hicieron la foto. Me fijé en que su segundo apellido era el mismo que el primero de mi excompañero de trabajo y amigo. «¿Serán familia?», me pregunté. Así que, impulsado por la curiosidad, le escribí por privado para decirle que estaba totalmente de acuerdo con lo que había escrito en el comentario. A los pocos minutos me contestó y me preguntó si nos conocíamos. Le dije que no, pero que sí que conocía a Gus, que trabajamos juntos. Entonces ella me confirmó que Gus y ella son primos. «¡Qué casualidad!», le contesté, a lo que ella me respondió que sí que lo era y se interesó por conocerme. A partir de ese día chateamos de vez en cuando hasta que un día le propuse pasarnos el número de móvil para conversar a través de WhatsApp. Me lo dio presta y yo, tras agradecérselo, la agregué a mis contactos y le mandé un guasapo, como más adelante descubrí que llama ella a los mensajes en esa red social.

      Durante esos primeros meses de contacto virtual indagué en su muro de Facebook para ir conociéndola, en especial sus fotos publicadas y de perfil. En casi todas aparecía sonriente y jovial. A los 21 años, ¿quién no lo es? Además, supuse que ella misma se veía como una chica guapa, y es que en verdad lo es. En particular me gustó mucho el contraste de sus ojos verdes y su pelo cobrizo, casi siempre suelto, cayéndole en forma de melena rizada. En una foto tomada un verano en un barco en la que aparece en biquini descubrí que posee un par de senos firmes, grandes y redondos cuyos pezones se marcaban claramente bajo la tela. «¡Madre mía! ¡Cómo estás, Ángela!», me oí decir en voz baja. Desde luego, no me dejó indiferente en absoluto. Por supuesto, en nuestras conversaciones por WhatsApp no le dije una sola palabra de mis inspecciones como voyeur. Tampoco tenía por qué hacerlo, no porque se pudiera ofender, que cabría la posibilidad, sino porque, como hombre libre que soy, no tengo que dar explicaciones a nadie de lo que haga o deje de hacer.

      En la época en que conocí a Ángela mi matrimonio estaba clínicamente muerto. Llevábamos más de un lustro casados y en ese tiempo la monotonía y la rutina me ahogaban. Es verdad que mi ex y yo tenemos gustos y aficiones compartidas. A ambos nos gusta salir a comer y a cenar todas las semanas, y también viajar. Todos esos años habíamos hecho un mínimo de dos viajes por año. El cambio de escenario parecía que sí que avivaba la llama. ¡Puro espejismo! Por mi parte al menos, ya no había pasión. La veía cada vez más como una amiga y compañera que como mi esposa y mi amante. Por consenso habíamos decidido no tener hijos. Bueno, en realidad, fui yo quien se plegó a sus deseos, porque lo cierto es que me encantan los niños, mientras que ella no es nada niñera. En las reuniones familiares, yo muchas veces jugaba con sus sobrinos y/o con los míos cuando eran pequeños; ella, en cambio, con darles un beso consideraba que ya había cumplido. Ahora puedo decir, después de divorciarnos, que fue buena idea no haberlos tenido, pues solo con pensar en el daño que les hubiésemos causado a nuestros hijos con nuestra separación se me parte el alma.

      Ángela llegó a mi vida, por lo tanto, como un soplo de aire fresco. Aunque suene a tópico, así fue. Al principio chateábamos sin cuestionarnos ninguno de los dos la diferencia de edad: yo entonces tenía 44 y ella 21. A medida que nos fuimos conociendo, descubrí que era una chica madura para su edad, con las ideas claras y, además, ambos pensamos de la misma manera, tenemos la misma filosofía de vida y compartimos aficiones. Con el paso de los meses, lo que empezó como un encuentro casual, se convirtió en una necesidad para mí. Ansiaba que llegara la noche para, en cuanto ella terminara de cenar con su familia, chatear hasta altas horas de la noche, ella encerrada en su cuarto, según me contaba, y yo en la tranquilidad del salón de mi casa a solas, pues mi ex tenía la costumbre de acostarse temprano. A medida que nos íbamos conociendo, fuimos confiando cada vez más el uno en la otra y viceversa. No soy nada propenso a hablar de mí, de exteriorizar mis sentimientos porque parto de la convicción de que, si yo no me inmiscuyo en la vida de los demás, tampoco los demás tienen que meterse en la mía. Así y todo, con ella es distinto. Me sentía cómodo al hablarle de mis asuntos del trabajo, contarle anécdotas de mi vida y esas cosas. A pesar de la distancia —vivimos en ciudades diferentes— y de no conocernos cara a cara, ella, muy perspicaz, notaba que algo estaba pasando en mi vida por las frases y publicaciones que colgaba en mi muro de Facebook y de forma muy discreta y correcta me preguntaba con la intención de poder ayudarme en la medida de lo posible. Un halo de confidencialidad nos había envuelto. Por primera vez en muchos años abrí un poco la puerta de la coraza hermética en la que cobijo mi alma y mis sentimientos y le conté que estaba divorciándome de mi mujer por petición de esta. Estaba con otro hombre que le hacía sentirse viva —según sus propias palabras— como hacía tiempo que no se sentía junto a mí, de modo que consideraba que lo mejor era que cada cual siguiéramos nuestro camino antes de hacernos más daño del que ahora nos hacíamos sin querer. Estuve de acuerdo. Me sentí aliviado de alguna manera al ser ella quien decidió dar el paso, que la responsabilidad de pedir el divorcio fuera suya y no mía, lo que me hacía tener la conciencia tranquila.

      También le comenté, una vez ya oficialmente separados, que el divorcio fue exprés y totalmente pacífico. Mi ex no me pidió nada que no fuera suyo, así que el sub 4×4 y la casa, que estaban a mi nombre, me los quedé. Ella se marchó con sus vestidos, sus joyas, sus perfumes, sus recuerdos de nuestros viajes y su utilitario a vivir con su amante. No le conté, sin embargo, lo que de verdad sentía en esos primeros compases de mi retorno a la soltería. Al principio estaba aliviado en casa a solas. Si quería, podía andar en pelotas sin tener que justificarme ante nadie; si un día no me apetecía hacer la cama nada más levantarme, no la hacía quizás hasta tres días después; ya no era necesaria la tediosa rutina de cambiar las sábanas y las toallas cada domingo porque ese era el día que mi ex impuso para hacer la colada y declarar el zafarrancho de limpieza. Era, literalmente hablando, libre. Ahora se cumplirían mis normas, no las de ella. Solo con pensarlo, sonreía y me sentía realizado, feliz al percatarme de que, en cierto sentido, el adolescente rebelde que fui entre los quince y los diecisiete años había renacido. No me suponía ningún trauma acostumbrarme a la soledad, pues incluso cuando vivía en casa de mis padres me sentía solo. La soledad no es tan mala compañera. No me encerré en casa tampoco, alejado del mundo. Continué con mi trabajo de traductor jurado, yendo cada día a mi oficina y cumpliendo mi horario laboral; continué saliendo a comer y a cenar fuera y en los fines de semana largos o en los puentes me organizaba alguna escapada o incluso un viaje al extranjero, en especial a la Costa Azul, por la que siento especial cariño y debilidad. Me sentía realizado de poder vivir mi vida a mi antojo, con mi libertad recobrada sin tener que dar explicaciones a nadie. Estaba convencido de que esa era mi meta en la vida.

      Sin embargo, todo era un espejismo. La verdad es que los dos primeros meses después de la firma del divorcio lo pasé mal. Creía sentirme realizado, pero en realidad estaba vacío. Vivía cada jornada por inercia. Nada me satisfacía en el sentido de decir: «¡Qué bien lo he pasado, qué día más maravilloso he vivido!» En absoluto. Esas actividades me hacían creer que colmaban mi espíritu en el momento de llevarlas a cabo, si bien después la insatisfacción de apoderaba de todo mi ser y ansiaba más, de manera que esa continua insatisfacción me producía un estado de melancolía de padre y muy señor mío. Tenía que ponerme un objetivo, una meta, enderezar mi existencia, pero ¿cómo? Más de un lustro de vida en matrimonio me había acostumbrado a una rutina que sí, era tediosa, cierto, pero que, con no pensar en ella y dejarme llevar, no me suponían ningún quebradero de cabeza porque de lo contrario, si reflexionaba acerca de todo eso, llegaba a la conclusión de que estaba llevando una existencia gris, sin estímulos de ninguna clase. Todas las jornadas me parecían iguales hasta el punto de que no sabía en qué día de la semana estaba.

      En ese contexto existencial en que me encontraba, Ángela fue el revulsivo para poder desahogarme en cierto modo. En ningún momento me sinceré con ella como lo estoy haciendo ahora conmigo mismo. En absoluto. Ella, mucho más propensa a exteriorizar sus inquietudes, problemas o temores, confiaba en mi experiencia por doblarle la edad y me pedía consejo. Aquello suponía una válvula de escape para mí. Centraba mi atención en sus cosas y me olvidaba de las mías. Mirar hacia otro lado es lo más fácil para alejar los problemas. Las conversaciones con ella, en ese aspecto, aliviaban mi espíritu; no obstante, ella no tiene un pelo de tonta. Sabía que me había divorciado porque yo se lo había dicho. Cada día me preguntaba cómo me sentía de ánimo, a lo que mi respuesta era siempre la misma: «Estoy bien. No te preocupes. Gracias». Con eso quería dejar zanjado el tema y me interesaba por ella, por cómo le iban los estudios o qué tal se llevaba con su familia. Ella entonces me lo contaba todo. Por ejemplo, que la relación con su madre era, cuanto menos, complicada. Según ella misma me relató, era un choque de caracteres en toda regla porque ambas son iguales psicológicamente y casi siempre acaban discutiendo. Yo le aconsejaba que no entrara al trapo, que la mujer ya tenía una edad y que no la iba a cambiar, a lo que ella me respondía que estaba harta de ser siempre la que tuviese que dar el brazo a torcer. De esa manera la fui conociendo más y mejor, apuesto a que mucho mejor yo la conocía a ella que ella a mí al negarme a abrirle mi corazón y contarle mis verdaderas inquietudes y problemas.

      La víspera de Reyes nos conocimos por fin en persona. Estaba preciosa. Es realmente atractiva esta chica. Por nuestra diferencia de edad, supuse que la gente que nos viera debería pensar que éramos cuanto menos tío y sobrina, ya que físicamente no nos parecemos, yo de estatura media-baja y con los ojos marrones, mientras que ella es muy alta, estilosa y con los ojos verdes. Me sentí muy a gusto en su compañía. Quedamos a tomar algo y la invité, tanto el día que nos vimos por primera vez como al día siguiente por la tarde, unas horas antes de empezar la cabalgata. A ella se le notaba que le encantaría verla conmigo, aunque era perfectamente consciente de que eso no podía ser. Ella debía estar con su familia y yo con la mía.

      Al llegar las vacaciones de Pascua, me propuso vernos otra vez. Yo tenía planeado desde hacía meses pasar unos días en Saint-Tropez. Necesitaba desconectar de todo, encontrarme conmigo mismo a mi manera, esto es, sin pensar en nada, dejándome llevar por mis impulsos: hoteles de cinco estrellas con gimnasio y SPA, dar largos paseos junto al mar y, cómo no, echar alguna canita al aire si se terciaba, que los hombres de mi edad tenemos necesidades primitivas que hemos de satisfacer sí o sí. Me pareció notar su decepción cuando me escribió: «Vaya, qué bien. Espero que lo disfrutes. Debe de ser maravilloso. Espero algún día poder ir contigo». Yo me limité a decir: «Gracias».

      De vuelta a la rutina retomamos las largas conversaciones por chat y alguna que otra telefónica cuando no estaba en su casa y podía hablar abiertamente. Se había enamorado de mí, no me cabía duda. Al despedirse, siempre me mandaba los mismos emoticonos: un par de muñequitos guiñando un ojo y mandando un beso en forma de corazón. Como ahora, yo por entonces aún no tenía claro qué sentía por ella. Me gustaba y me gusta conversar con ella, escucharla para así ir conociéndola mejor. La afinidad entre nosotros iba creciendo día a día. Esa jovencita a la que doblo la edad la veía y la veo como una amiga de toda la vida, alguien en quien puedo confiar a pies juntillas. Es extrovertida, simpática, muy alegre y graciosa. Me hacía reír tanto entonces como lo hace ahora. Por lo que me comentaba, intuí que suspiraba por volver a encontrarnos en persona, pero vivimos en ciudades diferentes y es complicado. Si hemos de tener una relación, de momento tendrá que ser a distancia. Yo le pedía paciencia, que cuando se quisiera dar cuenta podríamos vernos de nuevo. De alguna manera me contagió su anhelo y después de conversar me sorprendía estar suspirando por volver a verla. Me dormía pensando en ella y al despertar era ella lo que primero me venía al pensamiento. ¿Será eso amor? Lo cierto es que nunca antes me había pasado algo así con mi ex, tal vez porque vivíamos juntos, no sé…

      Llegado el verano, le dije que había reservado una habitación en un hotel de cuatro estrellas en la ciudad donde ella reside. Creo que se puso como loca de contenta. Se ofreció a recogerme en el aeropuerto y llevarme al hotel. He de confesar que volverla a ver me regocijó. Le sonreí y le di dos besos en las mejillas. Ella me abrazó efusivamente y yo le correspondí. Nada más instalarme, fuimos a pasear por la ciudad. Pasamos una tarde muy divertida. Su jovialidad y su manera de ser extrovertida me arrastraron, me las contagió. Estando con ella volví a mi época de juventud, cuando tenía veintipocos años y estaba estudiando en la Facultad de Traducción e Interpretación. Por la noche cenamos en un restaurante caro. Pagué yo la cuenta, por supuesto, y después la invité a subir a mi habitación. Fue un impulso, nada premeditado. No sabría decir qué es lo que me llevó a hacerlo, pero lo hice. Nada más cerrarse la puerta, la besé en los labios. Ella estaba deseando que lo hiciera, no me cabe duda por su reacción, pues pasó sus brazos por detrás de mi cuello y me atrajo hacia sí. Mientras nos besábamos, mi entrepierna se abultaba a pasos agigantados. Lo que pasó después, bueno, ya lo he dicho antes.

      Y aquí me encuentro, de nuevo tumbado bocarriba en la cama. Me acaba de sorprender el amanecer repasando toda nuestra… ¿historia, amistad? No sé cómo calificarla, a ciencia cierta. Lo que sí sé es que me encuentro vacío. Al decir esto, a mi mente aflora el recuerdo de la letra de aquella canción de los Celtas Cortos:

A veces llega un momento en que te haces viejo de repente,
sin arrugas en la frente, pero con ganas de morir.
Paseando por las calles todo tiene igual color.
siento que algo echo en falta, no sé si será el amor.

      Es tal cual mi estado de ánimo, el retrato de mi vida. Sí, es verdad. Anoche gocé estrechando a Ángela entre mis brazos, besándola, acariciándola, me sentí vivo cuando estábamos haciendo el amor; sin embargo, ahora lo recuerdo como algo que, aunque reciente, me parece que pasó hace mucho tiempo y no unas pocas horas. Sigo sin colmar mis expectativas. Es más, me atormenta pensar que ella es aún muy joven y que yo podría ser su padre. ¿Es normal que un hombre de 45 años y una chica de 22 tengan una relación estable? Su familia jamás lo aceptaría. Si yo fuera padre y me viera en esa tesitura, de seguro le leería la cartilla a mi hija. Lo nuestro no puede tener futuro, no es normal, claro que no. Estaríamos en boca de todos los de nuestros respectivos entornos, tanto familiares como amigos. Seríamos la comidilla. Me aterra el qué dirán. No le quiero arruinar la vida. Yo soy libre en ese sentido porque no dependo de ni tengo que justificarme ante nadie. A nadie le importa qué haga o deje de hacer. En su caso es distinto.

      Me levanto y me acerco a la ventana, la abro y me enciendo otro pitillo. Miro hacia la calle. Todo está en calma, a excepción de algún coche que pasa en solitario, como perdido en medio de ningún sitio. Entonces caigo en que hoy es domingo. ¡Claro! De ahí la tranquilidad. Está amaneciendo, pero la ciudad aún está teñida de gris, como mi alma. Tarareo la segunda estrofa de la canción:

Me despierto por las noches entre una gran confusión.
Esta gran melancolía está acabando conmigo.
Siento que me vuelvo loco y me sumerjo en el rencor,
las estrellas por la noche han perdido su esplendor.

      Me parece que Jesús Cifuentes, el vocalista del grupo, compuso esta canción pensando en mí, aunque no me conoce. ¿Será un visionario? ¿Un profeta? ¡Uf! La cabeza me da vueltas de tanto divagar. La jaqueca se ha instalado en mis sienes, ignoro si por falta de sueño o a consecuencia de comerme tanto el tarro. «¡Céntrate, Andrés! —me oigo decir—. Está saliendo el sol. ¡Míralo! Ya se ve su esfera anaranjada despuntando por detrás de aquellos árboles. Sus rayos, cual lanzas puntiagudas, perforarán el negro manto de las tinieblas y su claridad lo inundará todo. ¡Míralo hasta que te deslumbre y su brillo eclipse esos pensamientos grises que obnubilan tu mente!»

      Y eso hago. Cuando ya no puedo seguir mirando al Astro Rey, que de naranja ha pasado a ser una bola incandescente de luz deslumbradora, vuelvo a la cama con un firme propósito. Es mejor parar aquí antes de que la chica se haga más ilusiones. A partir de ahora me mostraré más distante. Prolongaré más y más en el tiempo nuestras conversaciones nocturnas y dejaré de llamarla cuando ella me lo pida. Ya me inventaré cualquier excusa llegado el momento. Me estoy mentalizando de que a lo único a lo que podemos aspirar es a ser amigos y nada más. De hecho, la veo como eso, una amiga, ya lo he dicho. Pero no una amiga especial, sino como una amiga más, del montón.

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