Llegué a aquella ciudad universitaria a la hora prevista, justo cuando el sol ya se ocultaba tras los edificios. Caminé por el andén sin prisa. Quería, necesitaba estirar las piernas después de tanto tiempo sentado en el vagón. Además, mi equipaje —el maletín con el ordenador portátil, una bolsa de mano, mi inseparable mochila y la maleta que iba arrastrando— tampoco facilitaba que pudiese caminar a paso ligero. A esas horas había bastante ajetreo en la estación. La mayoría éramos futuros universitarios que habíamos apurado hasta el último momento antes de instalarnos en una ciudad nueva, desconocida y emocionante. En mi caso, era la primera vez que salía del núcleo familiar a solas. Aquella ciudad, para mí, era sinónimo de libertad.
Mientras recorría el andén iba mirando de reojo a la gente con la que me cruzaba. Soy observador, rozando a veces la indiscreción, pues desde niño he sentido debilidad por fijarme en la gente, examinar sus gestos, sus rostros, su forma de andar, sus ademanes. Fue entonces cuando lo vi por el rabillo del ojo. Confiando en que mis gafas de sol tipo espejo ocultaban mis pupilas, reparé en él. Estaba sentado en la terraza de un bar. Ante sí, sobre la mesa, tenía una copa de cerveza medio vacía. Estaba fumando un cigarrillo sin prisa, deleitándose con cada bocanada de humo que expulsaba haciendo círculos. Por su cabello ralo y las arrugas ondulantes que surcaban su frente, deduje que debía andar más cerca de los sesenta que de los cincuenta años. Aminoré el paso a escasos metros de distancia para examinarlo con más detenimiento. Cuando estaba a punto de llegar a la altura de su mesa, se levantó. Admiré su estatura y su buena planta. De fisonomía atlética, el hombre se conservaba bastante bien para su edad, concluí. Me detuve y saqué del bolsillo el teléfono móvil para disimular. De reojo, vi que él miraba su reloj dorado. Enarcó sus pobladas cejas negras a lo Luis Tosar, dejó caer el cigarrillo a mitad, lo pisó y echó a andar hacia la salida de la estación.
Guardé el móvil en el bolsillo del pantalón y lo seguí a una distancia prudencial. Además de planta, tenía estilo en el vestir. La camisa lisa gris le quedaba como un pincel gracias a su buena percha y el pantalón de pinzas, oscuro, bien planchado, caía con soltura marcando unos buenos glúteos. Me alegró la vista.
Al salir de la estación, miré a mi alrededor. Se había perdido entre la multitud. A esas horas por la calle había una gran algarabía entre tráfico y gentío. Me puse a buscar una parada de autobús o de taxi para ir a la residencia de estudiantes donde me alojaría, con tan buena fortuna que volví a encontrarlo. Estaba hablando junto a la salida de vehículos. Volví a sacar el móvil para disimular. Se me ocurrió entonces una maldad. Le hice una fotografía. Ya lo tenía inmortalizado para mi propio deleite.
Aquel hombre maduro y atractivo empezó a caminar calle abajo con su interlocutor. Me fijé en sus andares, elegantes, casi marciales, con la espalda bien recta. Lo miraba delante de mí al tiempo que lo comparaba con la foto ampliada: tras la ropa se vislumbraba una espalda amplia y bien definida sin ser muy musculosa. Gesticulaba poco con los brazos y las manos, a diferencia del hombre que lo acompañaba, mucho más exagerado en sus aspavientos y en elevar el volumen de su voz. Desde mi posición lo podía oír, si bien no entendía bien lo que decía a causa del ruido callejero. Maldije mi suerte por llevar tanto trasto encima, pero no iba a renunciar a continuar tras ellos. No tenía hora prevista para llegar a la residencia.
En el segundo cruce giraron a la derecha. Se habían introducido en una calle peatonal, según comprobé al llegar a la esquina. Me resultaría más fácil seguirlos, si bien el miedo a ser descubierto frenó mi ímpetu. Esperé a que se alejaran un poco más sin perderlos de vista.
A los pocos metros se detuvieron junto a la terraza de una tasca y saludaron a las personas que allí estaban sentadas, hombres y mujeres que conversaban animadamente. Gritos y exclamaciones jocosas en los saludos. Entonces me enteré de cómo se llamaba mi hombre. «¡Eh, Joaquín!», exclamó uno de los parroquianos allí sentados. Joaquín sonrió. A la distancia que estaba yo observando la escena, pude vislumbrar una dentadura perfecta, algo amarillenta, tal vez a causa del tabaco: desde la estación hasta allí ya había fumado un par de cigarrillos más y ahora estaba extrayendo otro de la cajetilla. A la luz de las farolas sus ojos brillaban. Con disimulo, y ampliando al máximo el zoom de la cámara del móvil, fotografié su cara. En ella vi el color de sus ojos: dos iris de color verde esmeralda en los que sumergiría mi mirada sin miedo si los tuviese delante. ¡Era perfecto! Mi hombre ideal. Entonces escuché: «Ya era hora, ¿eh? ¡Tardón!», le recriminó una mujer cuando Joaquín se acercó a saludarla. Él respondió con su voz grave y melodiosa a la vez y, a mi entender, muy masculina: «¿Qué tal, cariño?» Y la besó en los labios.
Mi gozo en un pozo.