A medida que avanzamos el sonido del agua es más y más fuerte. En el ambiente se siente el frescor del río que fluye a la derecha del camino unos metros más allá. No lo vemos, pero lo oímos, así que vamos en buena dirección según las indicaciones del chamán Ginay. Pocos pasos más adelante, el sendero se hunde en el agua cristalina. Está fría. A partir de ahí ya no hay vereda, solo una especie de laguna cuyos límites se pierden en el horizonte allá adonde miremos.

     Mientras caminamos, el agua va subiendo poco a poco: nos llega a la altura de las rodillas cuando alcanzamos los primeros matojos de vegetación. Cobey, que va el primero, nos pide que guardemos silencio y con un gesto de la mano nos indica que vayamos detrás de él. La foresta nos dificulta el avance, ya de por sí complicado a través de la ciénaga. Los arbustos dan paso a árboles cuyas copas brotan casi desde la misma superficie del agua y, como telón impenetrable, nos impiden ver más allá de un par de metros, aunque sí escuchamos el sonido ensordecedor de la masa líquida precipitándose. Cobey aparta unas ramas y, ante nuestros atónitos ojos, surgen las enormes cataratas del río espumoso que se alzan inmensas, cual gigantes de masa informe y en continuo movimiento que precipitan su líquido elemento desde casi las nubes como si fueran colas de caballo.

     —¡Caray! —exclamo—. Grosso modo, calculo que deben medir unos cincuenta metros como poco.

     —Vamos en la dirección correcta, como ya os dije —sentencia Cobey. No parece que el dato que yo acabo de aportar le importe mucho—. Son las cataratas brumosas de las que nos habló el chamán Ginay, no hay duda.

     —¿Cómo estás tan seguro? —apunta Aneki.

     —Coinciden con la descripción del viejo. ¿Te has fijado en su tamaño? No puede haber otras por aquí cerca. Tienen que ser estas sí o sí. —Tal afirmación, aunque obvia, nos parece a todos muy adecuada y nadie rechista—. El reino de las alondras no debe de estar lejos. Continuemos.