Como cada domingo, Tomás acudió a su cita semanal con la montaña. Se conocía el camino de memoria. Sus pies lo condujeron al mismo lugar a donde lo llevó Bryan la primera vez que lo acompañó. «Esto no lo tenía pensado —se quejó—. Es el subconsciente, esa caprichosa vocecita interior que nos condiciona la conducta y nos dictamina lo que hacemos sin darnos derecho a réplica».
En realidad, a Tomás le agradaba aquel lugar. Le recordaba a Bryan. El bueno de Bryan… Él lo había iniciado en el senderismo, en el naturismo, en la comida vegetariana, en todo aquello, en definitiva, que había supuesto un cambio radical en la vida de Tomás para bien.
Pero Bryan no estaba. Ya nunca más volvería a estar allí. Dos días atrás había fallecido en un accidente de tráfico. Tomás bajó la vista y se le ensombreció el rostro al recordar. La noticia fue un golpe tremendo para él, el dolor aún le desgarraba las entrañas como espada que lacera miembros sin compasión. Casi en la cima de la colina, Tomás se sentó en aquella roca donde Bryan se sinceró con él y la congoja se apoderó de su alma. Con ojos vidriosos miró a su alrededor: cada árbol, cada arbusto, cada terraplén, el fresco olor del romero y del tomillo, el sonido ensordecedor y monótono del canto de las chicharras —como llamaba Bryan a las cigarras— le recordaban al amigo desaparecido. La angustia lo devoraba por dentro. Sentía la cabeza embotada cual cielo recargado de nubes negras a punto de soltar un gran aguacero; era como si estuviera al borde de un precipicio y el suelo se encogiera, la pared de roca se moviera y lo empujara hacia un vacío profundo, enigmático, sin fondo; era como si las agitadas aguas de un océano brumoso plagado de remolinos y corrientes imbatibles lo arrastrara hasta lo más hondo. Sin poder aguantar más el llanto reprimido, en aquel lugar solitario y apartado, por encima del mundo de los hombres, en simbiosis con la madre Naturaleza, Tomás gritó el nombre de su querido amigo no una, ni dos, sino tres veces. Tan afligido se sentía por la pérdida que la presión a que se había visto sometido en las últimas jornadas le pesaba como una losa de mármol de varias toneladas que no le dejaba respirar. Necesitaba sacar de su interior esa pesadumbre, el padecimiento que lo mortificaba desde que se enteró de la terrible noticia.
Tomás se desahogó. Respiró hondo. El aire fresco y puro de la montaña que le entraba en los pulmones lo reconfortó. La zozobra iba dando paso a un alivio en su ánimo que le ensalzaba el alma. «Bryan no querría esto —pensó mientras seguía respirando hondo—. Él era el optimismo personificado. Si me viera así, me estaría diciendo de todo. El mejor homenaje que se puede hacer a su memoria es que continúe como si estuviera aquí, que siga disfrutando de la naturaleza como él me enseñó, practicando lo que compartíamos juntos. Su persona se habrá ido, mas su espíritu permanecerá conmigo para siempre, pues Bryan y yo somos uno».