Al entrar todo estaba en penumbra.

     Martín sintió un escalofrío al experimentar el brusco cambio de temperatura. Solo veía sombras, figuras vagas, mal definidas. Cuando sus ojos se acostumbraron a la escasa luz, avanzó un par de pasos. Ya estaba dentro. El silencio lo envolvió. Martín se estremeció. Nada se oía, ni siquiera el suave viento que estaba soplando cuando llegó. El olor a madera vieja y carcomida enseñoreaba la atmósfera de aquella casa cerrada desde Dios sabe cuándo. Al menos, Martín lo desconocía.

     La sala no era muy grande: unos diez pasos de largo por otros cinco de ancho. Las sombras poco a poco iban tomando forma. En medio no había nada. A su derecha destacaban dos volúmenes extraños. Estaban cubiertos por sábanas. Martín presumió que serían blancas, si bien se le antojaban grises a causa de la penumbra. Finos halos de luz, procedentes de su izquierda, desgarraban las tinieblas y le permitían verlo todo de color gris y negro. Se acercó casi de puntillas, con pequeños pasos. Temía hacer algún ruido. La luz del exterior se colaba a través de un ventanal, por entre las ranuras de una persiana. Palpó con manos temblorosas la madera vieja, en busca del picaporte o cerrojo. Lo encontró. Con sumo cuidado, tiró de él. Emitió un pequeño chasquido. Martín dio un respingo; segundos después, respiró aliviado. Le sorprendió el escaso esfuerzo que tuvo que hacer para abrir el ventanal. Retrocedió un par de pasos al tiempo que separaba los dos vanos. La luz que se colaba por entre las ranuras de la persiana era cegadora.

     Tras abrirlo de par en par, tiró de la cuerda que tenía ante él, con lentitud. La persiana empezó a subir, con su sonido característico. A medida que entraba más luz, Martín apreció que la persiana se enrollaba sobre sí misma. Vio que daba acceso a un balconcillo. Salió. La madera de la plataforma crujió bajo sus pies. Se dio cuenta de que se trataba del balcón que había visto en la fachada al llegar. Desde allí contempló el jardín, ese jardín que había atravesado unos minutos antes, embelesado y embriagado por el aroma de los rosales. En ese instante, el viento volvió a soplar, una suave brisa que venía desde las montañas. Inspiró con intensidad para llenar sus pulmones de aire puro, con los ojos cerrados. Al abrirlos, vio una bandada de pájaros surcando el cielo de derecha a izquierda. «Buen presagio», concluyó.

     De vuelta al interior, Martín examinó la estancia. El suelo, algo descascarillado, estaba recubierto de pequeñas baldosas negras, naranjas y marrones cuyos dibujos recordaban al aspecto de una alfombra.

     Sin embargo, la curiosidad le sobrepasaba. ¿Qué ocultaban aquellas sábanas?

     Superado por el ansia, atravesó la estancia. Aquellas dos grandes figuras ocultas estaban situadas justo enfrente del ventanal del balconcillo. Las sábanas eran blancas, en efecto, recubiertas por entero con una fina capa de polvo. A pesar de haber abierto el ventanal hacía unos minutos, el olor a rancio y a cerrado seguía sin despegarse de la pituitaria de Martín.

     Con la misma cautela que cuando entró por primera vez, se acercó a los objetos. Le llamaba poderosamente la atención qué sería el que estaba colgado en la pared: ¿un cuadro o un espejo? El objeto de debajo, por su volumen, no le permitía estirar de la sábana del objeto superior, de modo que lo bordeó y se situó junto a la pared, quedando ambos elementos a su izquierda. Sin aguantar más su ansia de curiosidad, tiró de la sábana hacia sí.

     El movimiento de la sábana agitó el polvo acumulado sobre ella. Martín estornudó tres veces seguidas.

     «¡Maldita alergia!», masculló.

     Una vez recuperado, alzó la vista y, al tiempo que desandaba sus pasos, vio que aquel misterioso objeto era un gran espejo biselado, de forma ovalada. Le recordó al de la alcoba de su amada Lyena, si bien el que tenía ante sí era unas cuatro veces más grande. Desconocía de qué estilo o época sería, aunque se le antojaba antiguo, y buena muestra de ello eran las manchas amarronadas, como de óxido, que tenía el espejo aquí y allá.

     Pronto se olvidó del espejo. El otro gran elemento cubierto era mucho más voluminoso. Aprendida la lección después de lo que le acaba de pasar, Martín levantó con sumo cuidado la sábana y miró debajo de ella. Para poder cerciorarse mejor, metió la cabeza bajo la sábana. La luz solar iluminaba unos números romanos blancos sobre fondo negro. Estaban colocados en círculo: el XII arriba; el VI abajo y boca abajo (IΛ). ¿La esfera de un reloj? Se acercó un poco más, alzando la sábana con sus brazos para no quedarse sin luz. Su cuerpo estaba casi pegado al borde marmoleño de lo que parecía una cómoda. Se incorporó con los brazos en alto y la luz que entraba por la ventana descubrió ante sus ojos un reloj de madera con forma de castillo o palacio, con torres y almenas, en cuyo centro estaba colocada la esfera negra con números romanos blancos. Las manecillas eran también blancas. Alrededor del edificio del reloj había esparcidos unos muñecos con forma humana y vestidos de época. Martín dedujo que representaban diversas escenas cotidianas: distinguió a un carpintero serrando, más allá al herrero en su fragua, al otro lado un monje con el brazo alzado, y sobre la esfera a un rey y una reina coronados. Decidió entonces retirar con cuidado la sábana por completo para dejar la cómoda y el reloj al descubierto. Quería contemplar todo el conjunto. Después se situó delante del ventanal para tener una vista general. Con los brazos cruzados, frotándose el mentón y arqueando su ceja izquierda, mientras lo contemplaba, imaginó cómo sería el movimiento de todas aquellas figuras cuando el mecanismo de esa máquina funcionaba.

     «Sería interesante verlo funcionar, volver a ponerlo en marcha», se dijo. «Ya tengo ocupación a partir de ahora —sonrió—. Sigamos ahora recorriendo esta casa que me ha tocado en herencia».

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