Candela se despertó al amanecer. Se sentía muy emocionada. Al fin había llegado el día. Rápidamente fue al cuarto de baño, se duchó en siete minutos y con la piel aún húmeda, sin cubrirse siquiera, encendió la Nespresso, colocó en su sitio la cápsula y puso dos rebanadas de pan en la tostadora. Mientras se preparaba su desayuno, se vistió con una bata ligera y se recogió el pelo mojado con una toalla. Dio buena cuenta de las tostadas con margarina y miel y del vaso de zumo de naranja. El café siempre se lo dejaba para el final.

     Una vez peinada y maquillada, Candela se puso a organizar todo lo que había adquirido el día anterior para cocinar un suculento almuerzo. Entonces sonó su teléfono móvil: un mensaje de WhatsApp. Al ver de quién se trataba en la notificación, desbloqueó el aparato para leerlo: «Mi amor, querida mía, a mediodía estaremos de nuevo juntos. Ya voy de camino. Te quiero».

     Ni un solo emoticono. Era típico de él. Candela sonrió y le contestó: «Te espero ansiosa, vida mía. Voy a prepararte una suculenta comida y, para el postre, tengo una sorpresa que te encantará». Y añadió los emoticonos del beso con forma de corazón y un corazón rojo.

     La excitación por el reencuentro con su amado le hacía temblar. Llevaban varios meses separados por motivos del trabajo de él. Ese tiempo que al principio le parecía interminable, a la hora de la verdad se le había pasado volando. Y es que durante todo ese período ella había estado muy ocupada en la agencia de publicidad donde trabajaba.

     Nuevo mensaje. Anhelosa, desbloqueó el móvil para leerlo. La expresión de su rostro, sin embargo, cambió de ilusión a temor.

     No era de su amado Ramiro esta vez, sino del pesado de Carlos, su compañero de trabajo. El mensaje simplemente decía: «Hola, preciosa, buenos días. ¿Cómo estás?», aunque a ella se le antojaba intimidante. Hacía tiempo que le mandaba mensajes desde aquella noche que, tras la celebración por el éxito de una campaña publicitaria que habían elaborado juntos, se dejó llevar y acabó acostándose con él. Entonces se sentía sola y abandonada tras la partida de su amado.

     Como corresponsal de guerra en Oriente Próximo, Ramiro no le dijo adónde iba por su propia seguridad y le advirtió que durante su ausencia no podrían estar en contacto. Candela no alcanzaba a comprender el motivo por más que Ramiro se lo explicase una y otra vez. Despechada, se le pasó por la cabeza que era un ardid para tener sus aventuras al otro lado del Mediterráneo y así no tener que dar explicaciones, sentirse libre. «Todos los hombres son iguales —se decía—. No son capaces de aguantar sin meterla en cuanto se les presenta la ocasión. La infidelidad la tienen bien grabada a fuego en su forma de ser». Cuando estos oscuros pensamientos le rondaban por la cabeza, convencida de que Ramiro le sería infiel, fue cuando Carlos entró en su vida. Hombre guapo, alto, moreno, con una sonrisa de anuncio que la encandilaba, sin apenas oponer resistencia dejó que la engatusara. Aceptó sus regalos, jugó con él a hacerse la estrecha, pero sin cerrarse del todo a la posibilidad de tener una aventura con él. Al final de la celebración, tras la cena y unas cuantas copas de más, Candela se dejó llevar. Carlos resultó ser un amante formidable. Le mostró sensaciones y juegos eróticos que nunca había experimentado con Ramiro en sus tres años de relación. Con todo, al día siguiente estaba totalmente arrepentida. Sin despedirse de su amante, se marchó de su casa.

    Para Candela, a la larga fue un tremendo error lo sucedido aquella noche. Carlos era muy bueno en la cama, no lo podía negar, pero no lo amaba. Ella no estaba enamorada de él. Trató de olvidarlo, hacer como si nada hubiese pasado, aunque era imposible al verlo cada día en el trabajo. En persona se mostraba cariñoso y amable; no obstante, por WhatsApp le mandaba mensajes que rozaban la pornografía. Se sentía acosada. El simple hecho de ver su fotografía, luciendo esa encantadora sonrisa con unos dientes perfectos, le producía asco.

      Así que, tras leer el mensaje, le respondió: «Ya está bien. Deja de acosarme o te bloquearé y te denunciaré. Advertido quedas». Puso el móvil en silencio y lo bloqueó con el firme propósito de concentrarse en preparar la comida. Una vez dispuestos los aperitivos y cocinado el plato principal, comenzó con el postre favorito de Ramiro: pastel de manzana.

     Como tenía por hacer más cosas esa mañana, sin tomarse un respiro, a continuación limpió la cocina y dispuso la mesa. Tenía que estar todo listo cuando Ramiro llegase.

     En pocos minutos, el olor del pastel de manzana cociéndose inundó la cocina. Desde allí se dirigió al salón, atravesó el pasillo y salió por la ventana, cruzó la calle, recorrió todo el parque serpenteando entre las ramas de los árboles, giró a la derecha hacia la avenida y continuó su trazado sinuoso hasta aproximarse a las últimas viviendas de la ciudad para entonces girar a la izquierda y filtrarse por las ranuras de ventilación bajo los grandes ventanales de la estación. En ese mismo instante, Ramiro bajaba del tren. Al entrar en el vestíbulo de la estación, el olor del pastel de manzana se coló por su nariz. Reconoció de inmediato ese dulce aroma. No podía ser otro que el que estaba preparando Candela. Esa era la sorpresa. ¡Y él que había llegado a pensar que el postre sería en posición horizontal tras aparecer ella con algún «picardías» de esos que lo vuelven loco! «Qué primitivos, qué simples somos los hombres», pensaba Ramiro, sonrojándose y sonriendo a la vez.

     El olor guio los pasos de Ramiro, impulsado por el deseo de volver a ver a su amada después de seis largos meses de ausencia. Desde el exterior de la estación, giró a la derecha y lo condujo por la avenida para después torcer a la izquierda y penetrar en el parque. Entonces el olor cambió. Se volvió más agrio, más penetrante, incluso un tanto desagradable, pero seguía siendo el olor del pastel de manzana de su Candela. Lo atrajo hasta la calle, le hizo cruzarla y entrar en el portal de la casa, para después subir los peldaños de dos en dos hasta alcanzar el rellano. Claramente ya no era el olor del pastel que Ramiro había reconocido en la estación. Ahora era un hedor.  A Ramiro le sorprendió encontrarse la puerta entreabierta. Llamándola, entró en la casa, pero Candela no respondía. El hedor lo tenía atrapado. Procedía de la cocina y hasta allí lo arrastró para mostrarle el horror y la desesperación.

     Todo estaba revuelto, desastrado, como si un diminuto tornado lo hubiese barrido todo. Por las ranuras de la puerta del horno salía humo negro y ahí nacía ese olor acre a quemado mezclado con la sangre coagulada de la que había salpicaduras en la encimera, en los azulejos de la pared, en los armarios, en la vitrocerámica. Ramiro volvió a llamar a Candela.

     Sin respuesta.

     Siguiendo las salpicaduras, halló el porqué. Ella estaba ahí, en el suelo, en medio de un charco de sangre, desnuda. Ramiro se quedó paralizado ante el dantesco espectáculo. Horrorizado, se acuclilló, sollozando. Vio entonces el arma homicida. El cuchillo del pan estaba cubierto de sangre junto a las rebanadas ensangrentadas que ella acabaría de partir instantes antes de que la mataran de manera tan brutal. Lo cogió y lo miró durante unos largos minutos.

     El humo le hizo toser y reaccionar. Apagó el horno, abrió la ventana de la cocina y después la puerta del horno. El humo se desparramó por la estancia y el hedor se descolgó a través de la ventana hasta la superficie de la calle y rodeó a un hombre de sonrisa encantadora que mostraba unos dientes perfectos. Se zampó el olor del cigarrillo que se estaba fumando y lo acompañó por la calle mientras se alejaba del lugar al escuchar las sirenas que se aproximaban.

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